Las acciones colectivas adoptadas por las organizaciones de trabajadores en materia de salud y seguridad tienen una larga tradición. En 1775, Percival Pott, un médico inglés, elaboró el primer informe conocido sobre cáncer profesional: el cáncer de piel de los deshollinadores de Londres (Lehman 1977). Dos años más tarde, el Gremio de Deshollinadores de Dinamarca, en lo que constituye la primera respuesta conocida a la amenaza del cáncer profesional, ordenó que los aprendices recibieran los medios necesarios para someterse a un baño diario.
No obstante, la salud y seguridad no solía constituir una cuestión explícitamente abordada en los primeros conflictos laborales. Los trabajadores empleados en puestos peligrosos debían ocuparse de problemas más acuciantes, como el bajo nivel sala- rial, el excesivo número de horas de trabajo o el poder arbitrario de los propietarios de fábricas y minas. Los riesgos para la segu- ridad se reflejaban en las cifras diarias de lesiones y falleci- mientos, pero la salud en el trabajo no era bien comprendida. Las organizaciones de trabajadores eran débiles y estaban some- tidas al acoso continuo de propietarios y Gobiernos. Su objetivo primordial era garantizar la mera supervivencia. Como resul- tado, en las reclamaciones de los trabajadores del siglo XIX rara vez se defendía la consecución de condiciones de mayor segu- ridad (Corn 1978).
Con todo, la salud y la seguridad se sumaron a otras cuestiones abordadas en las primeras luchas sindicales. A finales del decenio de 1820, los trabajadores de la industrial textil en Estados Unidos comenzaron a movilizarse a favor de la reducción de la jornada de trabajo. Muchos de los trabajadores eran mujeres, al igual que las dirigentes de frágiles sindicatos como las asociaciones para la reforma del trabajo de las mujeres de Nueva Inglaterra. La propuesta de una jornada de diez horas se consideraba mayoritariamente como una cuestión de bienestar general. Sin embargo, al declarar ante la asamblea legislativa de Massachusetts, los trabajadores también criticaron los efectos de
12 y 14 horas de trabajo diarias en fábricas mal ventiladas y describieron una “enfermedad debilitante” que atribuyeron al polvo de algodón y a la mala ventilación y que actualmente se admite como una de las primeras referencias a la bisinosis. Su éxito en cuanto al reconocimiento por parte de los propietarios de las fábricas y a la adopción de medidas por parte de la asam- blea fue escaso (Foner 1977).
En otras acciones sindicales se abordaron más los efectos de los riesgos profesionales que su prevención. Muchos sindicatos del siglo XIX adoptaron programas sociales para sus afiliados, como la concesión de pensiones de discapacidad a los lesionados y de prestaciones a los supervivientes. Los sindicatos mineros de Estados Unidos y Canadá avanzaron un paso más y crearon hospitales, consultas e incluso cementerios para sus afiliados (Derickson 1988). Aunque los sindicatos intentaron mejorar la negociación de las condiciones de trabajo con las empresas, la mayoría de las movilizaciones por razones de salud y seguridad en América del Norte se produjeron en las minas y se dirigieron a los órganos legislativos estatales y provinciales (Fox 1990).
No obstante, la salud y seguridad no solía constituir una cuestión explícitamente abordada en los primeros conflictos laborales. Los trabajadores empleados en puestos peligrosos debían ocuparse de problemas más acuciantes, como el bajo nivel sala- rial, el excesivo número de horas de trabajo o el poder arbitrario de los propietarios de fábricas y minas. Los riesgos para la segu- ridad se reflejaban en las cifras diarias de lesiones y falleci- mientos, pero la salud en el trabajo no era bien comprendida. Las organizaciones de trabajadores eran débiles y estaban some- tidas al acoso continuo de propietarios y Gobiernos. Su objetivo primordial era garantizar la mera supervivencia. Como resul- tado, en las reclamaciones de los trabajadores del siglo XIX rara vez se defendía la consecución de condiciones de mayor segu- ridad (Corn 1978).
Con todo, la salud y la seguridad se sumaron a otras cuestiones abordadas en las primeras luchas sindicales. A finales del decenio de 1820, los trabajadores de la industrial textil en Estados Unidos comenzaron a movilizarse a favor de la reducción de la jornada de trabajo. Muchos de los trabajadores eran mujeres, al igual que las dirigentes de frágiles sindicatos como las asociaciones para la reforma del trabajo de las mujeres de Nueva Inglaterra. La propuesta de una jornada de diez horas se consideraba mayoritariamente como una cuestión de bienestar general. Sin embargo, al declarar ante la asamblea legislativa de Massachusetts, los trabajadores también criticaron los efectos de
12 y 14 horas de trabajo diarias en fábricas mal ventiladas y describieron una “enfermedad debilitante” que atribuyeron al polvo de algodón y a la mala ventilación y que actualmente se admite como una de las primeras referencias a la bisinosis. Su éxito en cuanto al reconocimiento por parte de los propietarios de las fábricas y a la adopción de medidas por parte de la asam- blea fue escaso (Foner 1977).
En otras acciones sindicales se abordaron más los efectos de los riesgos profesionales que su prevención. Muchos sindicatos del siglo XIX adoptaron programas sociales para sus afiliados, como la concesión de pensiones de discapacidad a los lesionados y de prestaciones a los supervivientes. Los sindicatos mineros de Estados Unidos y Canadá avanzaron un paso más y crearon hospitales, consultas e incluso cementerios para sus afiliados (Derickson 1988). Aunque los sindicatos intentaron mejorar la negociación de las condiciones de trabajo con las empresas, la mayoría de las movilizaciones por razones de salud y seguridad en América del Norte se produjeron en las minas y se dirigieron a los órganos legislativos estatales y provinciales (Fox 1990).
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