La naturaleza de los axiomas morales se ilumina con la observación de Bertrand Russell de que “toda la conducta racional de la vida se basa en el método del frívolo juego histórico en el que discutimos cómo sería el mundo si la nariz de Cleopatra hubiera sido medio centímetro más larga” (Russell 1903).
El juego del “como si” nos permite actuar frente a la eterna incertidumbre moral y científica. Ahora bien, los axiomas no deben confundirse con la “verdad definitiva” (Woodger 1937). Se mantienen y utilizan sólo si sirven para aplicar los principios básicos de la ética. Cuando dejan de ser útiles, se abandonan y sustituyen por otro conjunto de convenciones.
Los axiomas morales trasladan el marco del juicio moral al nivel de la práctica, al “taller”. Un ejemplo es la práctica habi- tual de desarrollar códigos deontológicos para médicos de empresa y otros profesionales. Estos códigos se elaboran para proteger derechos genéricos y sus especificaciones, salvando las lagunas en los conocimientos, a fin de organizar la experiencia y permitirnos actuar por delante del conocimiento moral o científicamente certero.
Como todos los axiomas, éstos no son ni correctos ni incorrectos, ni verdaderos ni falsos. Muchas veces nos comportamos como si fueran verdaderos o correctos (de hecho podrían serlo) y los mantenemos sólo mientras que nos ayudan a actuar de forma racional. Su utilidad varía con el tiempo y según la cultura porque, al contrario que los principios éticos genéricos, las normas culturales reflejan valores relativos.
En las culturas orientales, existen importantes sanciones sociales y legales para los que incumplen las conductas profesionales, que se basan en la creencia budista de que existen ocho caminos para la rectitud, el quinto de los cuales es ganarse la vida honradamente, o en las tradiciones confucianas de la responsabilidad profesional. En estos contextos, los códigos deontológicos profesionales pueden ser una potente herramienta para la protección del paciente o los participantes de una investigación, así como para los médicos o científicos.
En las culturas occidentales, al menos por el momento y a pesar de la fuerte tradición hipocrática en la medicina, los códigos son menos eficaces aunque todavía conservan un valor limitado. Esto no sólo se debe a que las sanciones legales y sociales son menores, sino también a que algunos supuestos no encajan con la realidad actual de las culturas occidentales.
Es evidente, por ejemplo, que la incorporación a los códigos deontológicos de la doctrina generalizada —un axioma— que requiere el consentimiento “informado” y “voluntario” previo a cualquier procedimiento que pueda invadir la intimidad (como las pruebas genéticas) es irracional. El consentimiento pocas veces es realmente voluntario o informado. La información transmitida rara vez es exacta o completa (ni siquiera en la mente del científico o el médico). El consentimiento suele obtenerse bajo coacción social (o económica). El investigador no siempre cumple sus promesas de proteger la intimidad y la confidencialidad. El profesional puede estar social y jurídicamente protegido por los códigos que incorporan esta doctrina, pero el trabajador se convierte con facilidad en la víctima de un cruel engaño que tiene como resultado el estigma social y dificultades económicas originadas por su discriminación en el trabajo y en la contratación de pólizas de seguro.
Por consiguiente, la incorporación de la doctrina del consenti- miento a los códigos de conducta profesional, así como para la protección del trabajador contra los peligros de las pruebas genéticas, no es ética porque se crea una fachada que no encaja en el contexto moderno de una cultura occidentalizada y universal gracias a los bancos de datos internacionales conectados a través del teléfono y el ordenador. Esta práctica debe ser abandonada y sustituida por códigos basados en unos supuestos que encajen con el mundo real, junto con protecciones que puedan ser social y legalmente aplicadas.
El juego del “como si” nos permite actuar frente a la eterna incertidumbre moral y científica. Ahora bien, los axiomas no deben confundirse con la “verdad definitiva” (Woodger 1937). Se mantienen y utilizan sólo si sirven para aplicar los principios básicos de la ética. Cuando dejan de ser útiles, se abandonan y sustituyen por otro conjunto de convenciones.
Los axiomas morales trasladan el marco del juicio moral al nivel de la práctica, al “taller”. Un ejemplo es la práctica habi- tual de desarrollar códigos deontológicos para médicos de empresa y otros profesionales. Estos códigos se elaboran para proteger derechos genéricos y sus especificaciones, salvando las lagunas en los conocimientos, a fin de organizar la experiencia y permitirnos actuar por delante del conocimiento moral o científicamente certero.
Como todos los axiomas, éstos no son ni correctos ni incorrectos, ni verdaderos ni falsos. Muchas veces nos comportamos como si fueran verdaderos o correctos (de hecho podrían serlo) y los mantenemos sólo mientras que nos ayudan a actuar de forma racional. Su utilidad varía con el tiempo y según la cultura porque, al contrario que los principios éticos genéricos, las normas culturales reflejan valores relativos.
En las culturas orientales, existen importantes sanciones sociales y legales para los que incumplen las conductas profesionales, que se basan en la creencia budista de que existen ocho caminos para la rectitud, el quinto de los cuales es ganarse la vida honradamente, o en las tradiciones confucianas de la responsabilidad profesional. En estos contextos, los códigos deontológicos profesionales pueden ser una potente herramienta para la protección del paciente o los participantes de una investigación, así como para los médicos o científicos.
En las culturas occidentales, al menos por el momento y a pesar de la fuerte tradición hipocrática en la medicina, los códigos son menos eficaces aunque todavía conservan un valor limitado. Esto no sólo se debe a que las sanciones legales y sociales son menores, sino también a que algunos supuestos no encajan con la realidad actual de las culturas occidentales.
Es evidente, por ejemplo, que la incorporación a los códigos deontológicos de la doctrina generalizada —un axioma— que requiere el consentimiento “informado” y “voluntario” previo a cualquier procedimiento que pueda invadir la intimidad (como las pruebas genéticas) es irracional. El consentimiento pocas veces es realmente voluntario o informado. La información transmitida rara vez es exacta o completa (ni siquiera en la mente del científico o el médico). El consentimiento suele obtenerse bajo coacción social (o económica). El investigador no siempre cumple sus promesas de proteger la intimidad y la confidencialidad. El profesional puede estar social y jurídicamente protegido por los códigos que incorporan esta doctrina, pero el trabajador se convierte con facilidad en la víctima de un cruel engaño que tiene como resultado el estigma social y dificultades económicas originadas por su discriminación en el trabajo y en la contratación de pólizas de seguro.
Por consiguiente, la incorporación de la doctrina del consenti- miento a los códigos de conducta profesional, así como para la protección del trabajador contra los peligros de las pruebas genéticas, no es ética porque se crea una fachada que no encaja en el contexto moderno de una cultura occidentalizada y universal gracias a los bancos de datos internacionales conectados a través del teléfono y el ordenador. Esta práctica debe ser abandonada y sustituida por códigos basados en unos supuestos que encajen con el mundo real, junto con protecciones que puedan ser social y legalmente aplicadas.
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