Las cuestiones suscitadas por el Relator Especial de la ONU apuntan a la existencia de unas actitudes sociales negativas y de unos estereotipos que constituyen una importante barrera al logro de un trato más equitativo en el lugar de trabajo para las personas discapacitadas. Entre estas actitudes figura el temor de que el coste de acomodación de los lugares de trabajo a los discapacitados resulte demasiado elevado, de que éstos no sean productivos o de que los clientes y las demás personas que reciben formación profesional se sientan incómodos en su presencia. Existen, además, otras reticencias asociadas a la presunta debilidad o enfermedad de los discapacitados y de sus posibles efectos sobre la aptitud que demuestran para seguir un programa de formación profesional o para conservar un puesto de trabajo. El denominador común de todos estos argumentos consiste en que se basan en presunciones derivadas de una única característica de estas personas: su condición de discapacitados. Como ha puesto de manifiesto el Consejo Asesor para Discapacitados de la provincia canadiense de Ontario (1990):
Las presunciones relativas a las necesidades de los discapacitados se suelen basar en determinadas ideas respecto a lo que una persona no puede hacer. Así, la discapacidad se convierte en seña de identidad del conjunto de la persona, en lugar de un aspecto de la misma. La discapacidad se percibe como un estado generalizado y suele asociarse a la idea de incompetencia.
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