Por diversas causas, muchos discapacitados se han visto tradicio- nalmente sujetos al aislamiento socioeconómico. Sin embargo, desde el final de la segunda Guerra Mundial se ha producido una disminución, lenta pero constante, de la política de segregación de los discapacitados, y de la creencia de que éstos precisan cuidados, conmiseración y caridad. Los discapacitados reclaman con insistencia creciente su derecho a no ser excluidos de los lugares de trabajo y a ser tratados con un espíritu de integración y en plano de igualdad con las personas no discapacitadas, así como su derecho a participar activamente en la vida económica del país.
Los discapacitados deben integrarse plenamente en el empleo, ya que resulta económicamente rentable para ellos que, en lugar de depender de la asistencia social, se les permita dedicarse a una actividad remunerada en la máxima medida de sus posibili- dades. Pero, sobre todo y en primer lugar, los discapacitados deben incorporarse plenamente al mundo del trabajo y, por tanto, al conjunto de la vida nacional, porque esto es lo ética- mente correcto. En este sentido, es preciso tener presentes las observaciones de Leandro Despouy, Relator Especial de la ONU, quien, en su informe al Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (1991), manifestaba que “el trato conferido a los discapacitados revela la naturaleza más profunda de una sociedad y pone de relieve los valores culturales que la sustentan”. Y a continuación exponía algo que, lamentablemente, resulta menos evidente:
(...) los discapacitados son seres humanos, tanto o más humanos que los demás. Su esfuerzo cotidiano por superar las barreras y el trato discriminatorio del que suelen ser objeto imprime en ellos unos rasgos especiales de personalidad, entre los que destacan la integridad, la perseverancia y una profunda actitud de comprensión ante la incomprensión y la intolerancia. No obstante, esta última consideración no debe hacer olvidar la circunstancia de que, como sujetos de derechos, los discapacitados disfrutan plenamente de la capaci- dad legal inherente a la condición de persona humana. En resumen, los discapacitados son personas como nosotros, que tienen derecho a vivir con y como nosotros.
Los discapacitados deben integrarse plenamente en el empleo, ya que resulta económicamente rentable para ellos que, en lugar de depender de la asistencia social, se les permita dedicarse a una actividad remunerada en la máxima medida de sus posibili- dades. Pero, sobre todo y en primer lugar, los discapacitados deben incorporarse plenamente al mundo del trabajo y, por tanto, al conjunto de la vida nacional, porque esto es lo ética- mente correcto. En este sentido, es preciso tener presentes las observaciones de Leandro Despouy, Relator Especial de la ONU, quien, en su informe al Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (1991), manifestaba que “el trato conferido a los discapacitados revela la naturaleza más profunda de una sociedad y pone de relieve los valores culturales que la sustentan”. Y a continuación exponía algo que, lamentablemente, resulta menos evidente:
(...) los discapacitados son seres humanos, tanto o más humanos que los demás. Su esfuerzo cotidiano por superar las barreras y el trato discriminatorio del que suelen ser objeto imprime en ellos unos rasgos especiales de personalidad, entre los que destacan la integridad, la perseverancia y una profunda actitud de comprensión ante la incomprensión y la intolerancia. No obstante, esta última consideración no debe hacer olvidar la circunstancia de que, como sujetos de derechos, los discapacitados disfrutan plenamente de la capaci- dad legal inherente a la condición de persona humana. En resumen, los discapacitados son personas como nosotros, que tienen derecho a vivir con y como nosotros.
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